Entonces, al fin, llegó el ansiado día en el que me sobró el tiempo. Tanto que empecé a sobrar incluso yo misma.
Sobran ya las palabras que me repito en la cabeza y que, de tanto silencio en el exterior, cada vez suenan más altas.
Mis frustraciones, que empezaron a comerme empezando por los pies y tratan de llegar al útimo rincón de mi cerebro.
Mis remordimientos, que por momentos son más grandes que mi propio ser, se levantan más alargados que mi sombra.. y gritan. Todo el rato.
A veces lo hacen tan fuerte que me impiden escuchar mi propia voz, que resuena como un eco cada vez que digo algo en esta casa silenciosa.
Es en ese momento, cuando pienso que ya no puedo soportar más esta herida abierta y este daño autoinfligido, cuando aparece entre brumas, como un navío a la deriva, la ausencia: de abrazos, de besos, de gritos, de llantos, de compañía. De risas que no sean las mías cuando me río de mi misma.
Y es ella al que consigue, por increíble que parezca, volver a parar el tiempo y devolverme la cordura.
Grita mucho más alto y más fuerte de lo que jamás podría hacerlo yo, con un sonido tan ensordecedor que hace imposible poder escuchar cualquier otra cosa. Me agota hasta caer rendida e incapaz de reaccionar. Solo en ese momento consigo conciliar el sueño y me voy a dormir, acurrucada entre mis mantas y deseando que mañana al despertar, todo esto haya sido un mal sueño.